(Tomado de “El Mesías, Jesús de Nazaret”. Igartua J. pp. 11-15)
A. PRÓLOGO
En la historia de los hombres ha habido un hombre excepcional, ya se le considera en su personalidad propia reflejada en sus hechos y palabras, ya en el influjo que realmente ha ejercido en la misma historia y su desarrollo. Este hombre es Jesús de Nazaret, un carpintero de aldea minúscula durante treinta años y luego predicador de un mensaje nuevo, lleno de verdad y de amor, quien en sólo tres años escasos le dio tal impulso, habiendo muerto en el suplicio al terminar su predicación, que su Evangelio saltó todas las fronteras y llenó el mundo, cambiando su pensamiento y dirección en muchas cosas fundamentales.
¿Cómo se explica tal fenómeno, sin duda también excepcional, si se atiende a su escasa preparación humana y a la brevedad de sus términos de acción personal? Jesús se presentó como el Mesías esperado por Israel, pero de un modo y con un pensamiento no esperado. A la mujer samaritana junto al pozo de Jacob le reveló su personalidad nueva, respondiendo a su alusión al Mesías esperado: “Yo soy, el que habla contigo”. A la pregunta de sus jueces religiosos, el Sanedrín de Jerusalén presidido por el sumo sacerdote Caifás, que fue formulada directamente en forma sagrada de conjuro: “¿Eres tú el Mesías, el hijo de Dios?”, respondió tan breve como firmemente: “Sí, lo soy”. De este modo Jesús de Nazaret alcanzó la más alta pretensión de un hombre en la historia proclamándose Mesías y Dios. Esta es la explicación del gran hecho y del problema planteado. ¿Qué razón y verdad existe ante tal pretensión?
Su repercusión en nuestra propia vida es evidente. Un conocido converso italiano, Pitigrilli, después de haber abierto los ojos a la nueva luz que llenó su alma de increyente convertido en creyente, como Saulo respecto a Jesucristo en el camino de Damasco, exclamó con profundo sentimiento propio del estupor del neoconverso: “Existiendo Dios, no se comprende cómo los hombres pueden ocuparse de otras cosas”. De manera semejante debemos decir en relación a Jesús y su misterio: “Siendo Jesús, un hombre como los demás en su apariencia externa, verdadero Dios al mismo tiempo, ¿cómo pueden los hombres desentenderse de este problema?”. Esta verdad incide necesariamente en el centro de la vida y de la historia de los hombres. El mundo es totalmente distinto si un hombre como Jesús es verdaderamente Dios.
Queremos enfrentar este problema central de la historia humana. Queremos examinar la certeza histórica que tiene tal afirmación, y el problema que plantea este desafío de la verdad. Porque ante ella no se puede, rigurosamente, permanecer indiferente e impasible. Nos afecta a todos. Como dice en su infancia, con la luz de lo alto, el anciano Simeón: “Es enseña de contradicción humana” (Lc 2,34), bandera levantada en alto entre los hombres. Y como dijo el mismo Señor: “El que no está conmigo está contra mí” (Lc 11,23). Y esta palabra condena a muchos del mundo de hoy, que en la marea indiferente del secularismo, del consumismo, del materialismo, del ateísmo, muestran, desde la indiferencia hasta el odio, toda la gama de negaciones del espectro del corazón, mientras el amor, el sacrificio y la entrega generosa hace brillar el espectro positivo de la luz lleno de color.
Merece la pena recordar aquí una página de elocuencia verdadera sobre este tema, nacida de un grito de amor. El extraordinario predicador que fue Enrique Lacordaire, inaugurador en el siglo pasado de las célebres conferencias apologéticas de Notre Dame de París, exclamó de este modo con acento conmovido:
“El admirable sentimiento del amor humano tiene un término, algún día concluye necesariamente en la tierra. Esta es la historia del hombre en el amor. Pero, me engaño: hay un hombre cuya tumba guarda el amor. Hay un hombre cuyo sepulcro no solamente es glorioso, como dijo un profeta, sino profundamente amado. Hay un hombre que renace cada día en el pensamiento de multitud de hombres. Hay un hombre cuyos pasos sigue sin cansarse una porción considerable de la humanidad. Hay un hombre muerto y sepultado, cuyas palabras proferidas hace diecinueve siglos vibran todavía, y producen virtudes que fructifican en el amor.
“Hay un hombre clavado hace siglos en un patíbulo, ante quien se arrodillan millones de adoradores, y le besan con amor indecible los pies ensangrentados. Hay un hombre flagelado, crucificado, muerto, a quien se coloca en la gloria del amor que nunca desfallece, que encuentra en él, el honor, el gozo y hasta el éxtasis. Hay un hombre perseguido en su suplico y en su sepulcro por odio inextinguible, y que pidiendo apóstoles y mártires los encuentra en todas las generaciones de la posteridad.
“Hay un hombre, en fin, único, que ha establecido su amor en la tierra, y ese hombre sois vos, oh Jesús mío, que os habéis dignado bautizarme, ungirme, consagrarme en vuestro amor, y cuyo solo nombre, en este instante, abre mis extrañas y arranca de ellas este acento que me conmueve, y que yo mismo no conocía en mí” (Conferencia 39, en 1848).
B. JESÚS, LA ÚNICA PERSONA PREANUNCIADA
(Tomado de: “Vida de Cristo”. F. Sheen. pp 13-19)
La historia está llena de hombres que pretendieron venir de Dios, o que eran dioses, o portadores de mensajes de parte de Dios, tales como Buda, Mahoma, Confucio, Cristo, Lao-Tse y millares de otros, y cada uno de ellos tiene derecho a que se le escuche y considere. Pero de la misma manera que se necesita una medida para las cosas que han de medirse eternamente, es preciso también que haya algunas pruebas permanentes que puedan aplicarse a todos los hombres, a todas las civilizaciones y a todas las épocas, por medio de las cuales sea posible decidir si alguno de esos hombres que se presentaron con semejantes pretensiones, o acaso todos ellos, están justificados en lo que pretenden. Estas pruebas son de dos clases: la razón y la historia. La razón porque es algo que todo el mundo posee, incluso los que carecen de fe; la historia, porque todo el mundo la vive y precisa saber algo de ella.
La razón nos dice que si alguno de esos hombres vino realmente de Dios, lo mínimo que Dios hubiese podido hacer para apoyar su pretensión habría sido preanunciar su venida. Los fabricantes de automóviles dicen a sus clientes cuándo pueden esperar un nuevo modelo. Si Dios envió a alguien de parte de si mismo, o si Él mismo vino con un mensaje de importancia vital para todos los hombres, parece razonable que primero hiciera saber a los hombres cuándo vendría su mensajero, cuándo nacería, donde viviría, la doctrina que enseñaría, los enemigos que suscitaría, el programa que adoptaría para el futuro y la clase de muerte que le estaba destinada. Según la medida en que el mensajero se acomodara a estos anuncios, se podría juzgar la validez de sus pretensiones.
Además, la razón nos asegura que, si Dios hizo tal cosa, nada podrá evitar que algún impostor apareciese en la historia y dijera: “vengo de Dios”, o “se me ha aparecido un ángel en el desierto y me ha dado este mensaje”. En tales casos no existiría ningún medio objetivo, histórico de probar al mensajero. Sólo podríamos atenernos a su palabra, y, por supuesto, podría ser que se tratase de un impostor.-
Si un visitante llegase de un país extranjero a Washington y dijera que es un diplomático, el gobierno le pediría su pasaporte y otros documentos que dieran fe de que efectivamente representa a cierto gobierno. Sería preciso que sus papeles estuvieran fechados con anterioridad a su llegada. Si tales pruebas de identidad se piden a los delegados de otros países, la misma razón obliga ciertamente a que así se haga con los mensajeros que pretenden haber llegado de parte de Dios, A cada uno de ellos la razón le dice: “¿Qué registro existe, anterior a tu nacimiento, que nos hable de tu venida?”
Con esta prueba podemos tener una idea de la veracidad de todos estos hombres. Y en esta fase preliminar Cristo acredita su misión más que los otros. Sócrates no tuvo a nadie que predijera su nacimiento. Buda no tuvo a nadie que preanunciase su venida y su mensaje, o dijera el día en que había de sentarse debajo del árbol. Confucio no tuvo registrado por escrito en ningún sitio el nombre de su madre y el del lugar donde había de nacer, ni tampoco ninguno de estos nombres fue dado a los hombres siglos antes de que él viniera al mundo, de suerte que, al llegar la gente conociera que procedía de Dios.
Pero en el caso de Cristo fue diferente. Se diferencia de los otros fundadores por cuatro aspectos importantes:
1. Fue esperado. Debido a las profecías contenidas en el Antiguo Testamento, su venida no resultó un suceso inesperado. No hubo predicciones acerca de Buda. Confucio, Lao-Tse, Mahoma o cualquier otro; pero sí acerca de Cristo. Otros vinieron simplemente y dijeron: “Aquí estoy, creed en mí”. Estos, por tanto, eran solamente hombres en medio de hombres, y no lo divino en lo humano. Cristo fue el único que se destacó de esta línea diciendo: “Investigad las escrituras del pueblo judío y la historia escrita de los babilonios, persas, griegos y romanos”. De momento, podemos considerar los escritos paganos, e incluso el Antiguo Testamento, sólo como documentos históricos, no como libros inspirados.
Es cierto que las profecías del Antiguo Testamento pueden entenderse mejor a la luz de su cumplimiento. El lenguaje de la profecía no posee la exactitud de la matemática. Con todo, si uno investiga las diversas corrientes mesiánicas en el Antiguo Testamento y compara el resultado final de tal estudio con la vida y la obra de Cristo, ¿podrá dudar de que las antiguas predicciones señalan a Jesús y el reino que Él estableció? La promesa que Dios hizo a los patriarcas de que por medio de ellos serían bendecidas todas las naciones de la tierra; la predicción de que la tribu de Judá tendría la preeminencia entre las otras tribus hebreas, hasta que viniera aquel a quien todas las naciones obedecerían; el hecho extraño, aunque innegable, de que en la Biblia de los judíos de Alejandría, la versión de los setenta, se encuentra claramente profetizado el nacimiento virginal del Mesías; la profecía de Isaías 53 acerca del varón de dolores, el Siervo del Señor, que entregará su vida como expiación por las ofensas del pueblo; las perspectivas del reino glorioso, perdurable, de la casa de David ¿en quién, si no en Cristo, han hallado su cumplimiento estas profecías? Ya desde un punto de vista histórico solamente encontramos en Cristo una singularidad que le coloca aparte de todos los demás fundadores de religiones mundiales. Y una vez que tuvo efecto históricamente el cumplimiento de estas profecías en la persona de Cristo, no sólo cesaron todas las profecías en Israel, sino que se produjo una discontinuidad de sacrificios una vez que fue sacrificado el verdadero Cordero pascual.
No solamente los judíos esperaban el nacimiento de un gran rey, un sabio y un salvador, sino que también Platón y Sócrates hablaron del Logos y del sabio universal “que ha de venir”. Confucio hablaba del “santo”; las sibilas de un “rey universal”; el célebre dramaturgo griego, de un salvador y redentor que liberará al hombre de la “maldición originaria”. Todas estas personas se hallaban en el lado de la expectación por parte de los paganos. Lo que separa a Cristo de todos los hombres es que ante todo fue esperado; incluso los gentiles sentían anhelo de un libertador o redentor. Este solo hecho ya le distingue de todos los demás jefes religiosos.
2. Dividió la historia. Un segundo hecho que le distingue es que, una vez que hubo aparecido, fue tal el impacto que sobre la historia produjo, que la partió, dividiéndola en dos períodos: uno antes de su venida y el otro después de ella. Esto no lo hizo Buda ni ninguno de los grandes filósofos indios. Incluso aquellos que niegan a Dios han de fechar sus ataques contra Él sirviéndose de una era que tienen como base su venida a este mundo.
3. Vino para morir. Un tercer hecho que le separa de todas las demás personas es el siguiente: Cualquier otra persona vino a este mundo para vivir, mientras que Él vino para morir. La muerte fue para Sócrates piedra de tropiezo, puesto que interrumpió su enseñanza. Mas para Cristo la muerte fue la meta y el cumplimiento del propósito de su vida, el oro que Él estaba buscando. Pocas palabras o acciones suyas resultan inteligibles sino se hace referencia a su cruz. Se presentó a sí mismo más bien como Salvador que simplemente como Maestro. Nada significaba enseñar a los hombres a ser buenos, a menos que Él les diera también poder ser buenos después de rescatarlos de la frustración de la culpa.
La historia de cualquier vida humana comienza con el nacimiento y termina con la muerte. Sin embargo, en la persona de Cristo, primero fue su muerte y luego fue su vida. Las escrituras nos lo describen como “el Cordero sacrificado, por así decirlo, desde el comienzo del mundo”. Fue sacrificado intencionadamente por el primer pecado y rebelión contra Dios. La realidad no fue exactamente que su nacimiento proyectara una sombra sobre su vida y así condujera hasta su muerte, sino más bien fue la cruz primero, y ella es la que arroja una sombra sobre su nacimiento. Su vida fue la única en este mundo que se vivió al revés, hacia atrás. Así como una flor en ruinas habla al poeta de las cosas de la naturaleza, y así como el átomo es como un sistema solar en miniatura, de la misma manera el nacimiento de Cristo nos habla del ministerio del patíbulo.
Juan nos ofrece su prehistoria eterna; Mateo su prehistoria temporal, por medio de su genealogía. ¡Es significativo hasta qué punto su árbol genealógico estuvo relacionado con pecadores y extranjeros! Esas manchas en el escudo de armas de su linaje humano sugieren cierta piedad para con los pecadores y extranjeros con relación a la Alianza. Estos dos aspectos de su compasión serían lanzados contra Él a modo de acusaciones: “es amigo de pecadores”, “es un samaritano”. Pero la sombra de un pecado mancillado predice su futuro amor hacia los mancillados. Nacido de una mujer, Él era un hombre y pudo ser uno con toda la humanidad; nacido de una virgen, que había sido asombrada por el Espíritu y “la llena de gracia”, se hallaría también fu era e la corriente de pecado que infectaba a todos los hombres.
4. No mintió. Un cuarto hecho que distingue a Cristo es que no se le puede encasillar, como a otros maestros universales, en la categoría establecida de “hombre bueno”. Los hombres buenos no mienten. Pero si Cristo no era todo lo que Él decía que era, saber, el Hijo de Dios vivo, la palabra de Dios en la carne, entonces no era precisamente un hombre bueno; era un miserable, un embustero, un charlatán, y el mayor impostor que haya existido nunca. Si no era lo que Él decía que era, el Cristo, el Hijo de Dios, ¡entonces era el Anticristo! Si no era más que un hombre, entonces no era siquiera un hombre “bueno”.
C. TIEMPO DE EXPECTACIÓN
a. En otras religiones
Otros pueblos también esperaban el nacimiento de un gran rey, un sabio y un salvador, sino que también Platón y Sócrates hablaron del Logos y del sabio universal “que ha de venir”. Confucio hablaba del “santo”; las sibilas de un “rey universal”; el célebre dramaturgo griego, de un salvador y redentor que liberará al hombre de la “maldición originaria”. Todas estas personas se hallaban en el lado de la expectación por parte de los paganos. Lo que separa a Cristo de todos los hombres es que ante todo fue esperado; incluso los gentiles sentían anhelo de un libertador o redentor. Este solo hecho ya le distingue de todos los demás jefes religiosos.
b. En Israel
Los Evangelios nos muestran la expectación actualizada del tiempo de la plenitud del Mesías en Israel. Los magos vienen buscando al anunciado rey de los judíos, y preguntan por él en Jerusalén (Mt 2,2). La Samaritana, y esto en la cismática Samaría, dice que, como va a venir pronto el Mesías, “cuando él venga nos lo explicará todo” (Jn 4,25). Los discípulos Andrés y Felipe, galileos, hablan por primera vez con Jesús, y reconocen en él al Mesías del que hablaron los profetas (Jn 1, 41.45).
Aparece el Bautista predicando en el Jordán y las multitudes corren a él, y piensan que puede ser el Mesías, aún los mismos sacerdotes y escribas (Jn 1,19-25). Los discípulos de Juan traen la pregunta sobre la identidad mesiánica de Jesús, enviados por su maestro desde la cárcel herodiana (Mt 11,3; Lc 7,19). Las multitudes se conmueven ante Jesús, le siguen multitudinariamente, y piensas que es rey de Israel, o sea su Mesías (Mc 3,7-8) y se preguntan concretamente si no es el Mesías esperado, y muchos lo dan por seguro (Jn 7,26-27), y lo proclaman como el esperado rey de Israel (Lc 19,38). Verdaderamente se puede decir que en el Oriente, y concretamente en Israel, estaba difundida la esperanza de una próxima llegada del Mesías.
Y esto se muestra más claramente aún entre los elegidos de Dios, que sin duda esperan con ardor que ha llegado el día. Ejemplo es el anciano Simeón, que había recibido respuesta del Espíritu de que no moriría sin ver al Mesías con sus propios ojos, en vida todavía. Y la misma inspiración conmueve a la viuda Ana, que vivía al servicio del Templo (Lc 2,26.38). No dudamos que la misma esperanza, movida por el mismo Espíritu, alentaba en los corazones de María, Isabel, Zacarías, y de José.
Y se puede uno preguntar por qué, después de tantos siglos de paciente espera, brota en aquel tiempo con tanta fuerza la convicción de que ha llegado ya el tiempo del Mesías, y brotan paralelamente fuentes de esperanza en la misma Roma pagana, aunque no puedan ser simplemente equiparadas, pero si probablemente influidas por las de Israel. El hecho es que en Roma ha llegado el tiempo del imperio y la edad de oro de Augusto, y en Israel ha llegado el tiempo de Jesús de Nazaret.
En Israel podemos acercarnos a la verdad si leemos la profecía de Daniel, aunque haya sido tardío el tiempo de su redacción. Pues en ella, se fija el tiempo de la llegada de las promesas divinas en setenta semanas de años a partir del decreto persa de restauración de la ciudad de Jerusalén y de su templo, dado por Ciro y renovado por Darío y Artajerjes. Y aunque se pueda discutir la exactitud de las fechas de los 490 años a partir del decreto de la restauración de Artajerjes (70 semanas de años= 490 años; Dan 9,24-25), o de cuál de los dos decretos se trata, sin duda y ciertamente el tiempo estaba para llegar en el comienzo el siglo I, y los escribas no podían omitir la interpretación ya actual del tiempo fijado en la profecía. Por ello, es seguro que tal expectación “estaba difundida en Oriente” como han dicho Flavio Josefo, Tácito y Suetonio. Había llegado el tiempo largamente esperado de la plenitud.
D. UN CASO SINGULAR EN LA HISTORIA
(Tomado de “El Mesías, Jesús de Nazaret”. Igartua J. pp. 58-65)
Jesús de Nazaret ofrece la singularidad de reivindicar para sí el carácter divino en plenitud. En las religiones de politeísmo mitológico existen narraciones de “apariciones” de un dios en forma humana: tales son por ejemplo las historias mitológicas de Zeus (o Júpiter latino), el padre de los dioses grecolatinos, deambulando por la tierra algunas veces en diversas acciones entre los hombres. Nos ofrece un caso de estas apariciones antropológicas el mismo relato del Nuevo Testamento: los licaonios, entre los cuales al parecer existía el relato de apariciones de dioses en forma humana sobre al tierra, de Júpiter acompañado de Mercurio o Hermes, se precipitaron en Lystras hacia Pablo y Bernabé al conocer el milagro hecho en el cojo de nacimiento para adorarlos como dioses, y llamaban a Bernabé Júpiter (Día, el Dios griego), y a Pablo Mercurio (Hermes griego), porque él dirigía la palabra, y hubieron ellos de clamar ante sus fanáticos adoradores para que cesasen en su acción, pues ya traían hasta el sacerdote para inmolarles víctimas (Hec 14,8-13).
Muchas veces seguramente los dioses mitológicos y sus hazañas pudieron provenir de la veneración creada en el recuerdo por hombres de extraordinario valer humano, caudillos o héroes de pueblos antiguos. En estos casos (quizás los famosos trabajos de Hércules puedan recordar mitológicamente algo de esto) no existe noticia ninguna de que ellos mismos hubieses pretendido el honor divino y la adoración, sino que los pueblos los alzaron a sus altares por su gloriosa memoria. Entre los romanos, pueblo singularmente civilizado en el sentido moderno y civil de la palabra, fueron elevados a la categoría de dioses Julio César y especialmente Augusto, creador del imperio. Celso en su ataque anticristiano, recuerda que “los antiguos mitos atribuyeron origen divino a Perseo, a Anfión, a Eaco y Dioniso, que fueron primeros hombres”, así como la divinización de otros muertos con violencia. Pero en todos estos casos míticos, cuyos orígenes pueden bien haber sido humanos en los héroes u hombres grandes antiguos, no fueron ellos mismos quienes se pudieron proclamar dioses, sino que al cabo del tiempo con sus honores los divinizaron sus descendientes o conciudadanos, por la grandeza de sus hazañas. En estos casos, la divinización alcanza a elevarlos al rango de inmortales en el Olimpo celeste, asemejándose en algo más bien a dioses secundarios o santos que al mismo Dios. A Zeus no se le atribuye origen humano, aunque en la mitología tampoco ocupe el lugar más antiguo. (Puede verse que en la mitología que Zeus, o Júpiter latino, el padre de los dioses es hijo a su vez de Cronos y Rea, dos de los 12 titanes (varón y hembra) hijos a su vez de Urano (el cielo), hijo a su vez en la Cosmogonía de Gea (la tierra) y del Caos primero.
También tenemos en las religiones primitivas, y aun en algunas tan poderosas en su imaginación creadora como el hinduismo politeísta de Brahma, Shiva y Visnú-Krishna, fenómenos naturales o misterios naturales elevados a la categoría de mitología. El animismo y el manismo llenan el mundo o las casas de espíritus de los muertos y antepasados. Lo mismo podemos decir que sucede con la gran religión egipcia y el culto de Osiris-Isis, o en el Japón con Amaterasu, de quien hasta en tiempos bien recientes se ha atribuido descendencia a los mismos emperadores, a quienes se concedía un rango en cierto modo divino, pero evidentemente secundario.
Ninguno de estos casos, sin embargo, adquiere el carácter histórico de hombres reales cuya historia sea conocida, y mucho menos presenta sus propias acciones y palabras. En la historia de las religiones, con todo, existen algunos grandes hombres históricos, cuyas vidas pueden situarse en el tiempo, y cuyas palabras, y aun escritos, pueden recogerse. Son los grandes fundadores de religiones existentes o desaparecidas, en número limitado. Sus nombres son: Moisés (con Abraham) organizador de la religión del pueblo hebreo, que vivió en el siglo XIII aC. desde Egipto a Palestina aún no conquistada; en China en el siglo VI aC. vivieron Lao-Tsé y Kun-Fu-Tsé (Confucio) que dieron origen, a la religión filosófica del Tao el primero, y a la organización de la religión del Estado en forma moral y familiar el segundo; en la India, en el siglo VI- V aC. vivió el creador del budismo llamado el Buddha, cuyo nombre era Siddharta Gautama o Sakyamuni; en Persia en el siglo VI aC. (Probablemente el organizador religioso de la antigua religión de los persas) Zoroastro (o Zarathustra). Estos cuatro son anteriores a Jesús de Nazaret en el tiempo, así como Moisés. Posteriores a Jesús en el tiempo hallamos a otros dos hombres, cuya historia es conocida: uno de menor relieve, Mani en Persia en el siglo II dC. Y el otro de enorme influjo hasta hoy, Muhammad-ibn-Abdallah o Mahoma, organizador de la religión del Islam seguida por los pueblos árabes.
Pero ninguno de ellos ha reclamado o pretendido ser considerado como un dios, aunque posteriormente a su vida y muerte, con el correr de los tiempos se haya dado culto por el pueblo a imágenes de algunos de ellos en los altares, como ha sucedido con los dos fundadores filósofo-moralistas chinos y especialmente con Buddha, en los países donde se ha establecido su enseñanza.
Por esto tenemos que proclamar que Jesús de Nazaret, cuya persona es enteramente histórica en cuanto a su existencia y al origen de la religión cristiana en el siglo I en la Judea, es el único hombre conocido en la historia a quien se atribuyen palabras propias que reclaman para sí el título divino. Es un caso enteramente singular en la historia de la humanidad en este aspecto. Esto mismo hace de Él, aunque Él no hay escrito personalmente nada, sino los hombres de su entorno en forma de memorias o historia de hechos y palabras, que llamamos evangelios, un grande problema histórico, humano y religioso, de inmenso alcance.
En efecto, ninguno de estos grandes iniciadores religiosos que hemos mencionado, (ni otro hombre alguno sobre la tierra), ha pretendido reclamar para su persona títulos o cualidades divinas, y mucho menos la identificación con el Dios Absoluto, eterno, omnipotente, creador del universo. Esto en efecto nunca se ha dado fuera del caso de Jesús de Nazaret, según las palabras y hechos que los Evangelios le atribuyen.
El primero, Moisés, es un celador rígido del Nombre único de Dios, que se le descubre con el misterioso Nombre de Yahvéh en la zarza ardiendo del desierto del Sinaí. Él se pone de rodillas ante el gran misterio de Dios, y sabe que hay un abismo infinito entre Dios y la criatura, y así lo enseña a su pueblo, como mandato primero y máximo. El Nombre de Dios es sagrado, a Él se debe la adoración y su. Nombre no puede ser tomado en vano.
Los dos conductores religiosos del pueblo chino en su filosofía y su moral, nunca han podido pensar en tal cosa. Lao-Tsé estableció la profunda noción enigmática del “tao”, concepto metafísico que, en cierto modo, podría equipararse a la noción del absoluto divino impersonal. Es para él “un ser inmóvil, vacío, único e inmutable, al que podría considerarse como la madre del mundo. Yo le llamo tao, por no saber su nombre… Es profundo y oscuro, pero encierra la fuerza, ama y nutre a las criaturas todas, y no se hace el señor”. Los antiguos misioneros jesuitas de China creyeron que podría traducirse filosóficamente el tao por el logos griego. En cualquier caso, y aun dado que se piense que el tao pueda ser una noción confusa del dios absoluto, personal o impersonal, lo que podemos afirmar con certeza es que Lao-Tsé no pensó nunca en identificarse a sí mismo con el tao.
En cuanto a Confucio, ni siquiera entró como moralista filósofo en esta metafísica más profunda, contentándose con establecer en sus “Cuatro libros” clásicos una doctrina socio pragmática de la familia y del estado, con el fondo religioso tradicional de China, enseñando por medio de aforismos y breves narraciones una ética social y familiar apoyada en la noción religiosa anterior del pueblo chino, con sus emociones del “cielo” como nombre divino, que Confucio aduce repetidas veces, así como la idea de la existencia de dioses y espíritus del cielo y de la tierra, con las almas de los muertos en el culto de los antepasados tradicional. Pero es evidente que tampoco él ha pensado nunca en reclamar noción divina de ninguna clase para su persona, que fue más bien la de un gran estadista o político y doctrinario humano de fondo religioso.
Buddha, partiendo de la doctrina hindú de las reencarnaciones, tras la célebre iluminación del árbol sagrado, predicó una ascesis difícil y exigente sobre los deseos y pasiones, para extinguir el dolor, causa de los males del hombre. Su título de Buda, “el Buddha”, precisamente es un título otorgado a su persona por haber alcanzado tras su existencia el definitivo nirvana, sin posteriores y penosas reencarnaciones. Es dudosa su religiosidad respecto a los dioses del politeísmo hindú, y también lo es saber si alcanzó la noción de un dios único, absoluto e inmóvil en su perfección, cuya participación sería el nirvana definitivo de los hombres grandes, que son muy pocos. Aunque esto no es claro, si lo es que el propio Buddha no reclamó personalmente para sí el título divino, como se puede ver en los estudios sobre su persona. Aunque tanto él como los dos grandes de china mencionados antes han sido luego venerados como dioses en varios pueblos, esto ha sido resultado de la religiosidad popular, y de su creencia en la existencia de dioses menores (a la manera quizás de nuestros ángeles o santos), por lo que elevaron a dicha categoría a estos grandes dirigentes religiosos o morales. Y así el budismo chino, por ejemplo, que es de carácter sincretista, ha colocado en sus altares a los llamados “los tres santos” (Buda, Lao-Tsé y Confucio), venerándolos con plegarias, varillas de incienso quemadas en su honor y reverencias o adoraciones. Pero ellos nunca se proclamaron dioses.
Por lo que toca a Zarathustra en Persia, antes de Cristo, sus escritos se hallan formados por una serie de de revelaciones recibidas por él, de Ahura-Mazda, el dios de la luz; pero no se consideró a sí mismo como dios, sino como encargado de transmitir revelaciones divinas. Esto mismo, y aún con mayor razón, hay que decirlo de Mahoma, después de Cristo, que es “el profeta de Alláh”, del Dios único y verdadero de Abraham, en versión islámica, en sí misma correcta en cuanto a su carácter de Dios creador y único. Mahoma recibe las revelaciones de Dios por medio del ángel, y que debe recitar hasta que se le imprimen en la memoria con fidelidad en su lengua, para comunicarles a los fieles del Islam. Reivindicar la pretensión divina sería una blasfemia para Mahoma, quien cree en el Dios único y verdadero del monoteísmo.
Y así se alza la personalidad de Jesús de Nazaret como un enigma de la historia humana para cualquier mente reflexiva, pues como veremos Él ha reclamado o pretendido el título de identidad e igualdad con el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, de tal modo que esta “pretensión” le llevó a la muerte. Conforme a las creencias monoteístas puras de la religión judía, en cuyas coordenadas se movía y que fue su ambiente histórico, es la afirmación de ser el Dios-único, Creador del mundo, Eterno, Legislador de los hombres y Juez de sus vidas.
Tal afirmación de divinidad, no conocida en otro hombre alguno, es un desafío a la conciencia de los hombres. ¿Es verdadera tal afirmación?
Que no haya habido nadie fuera de Él, que se haya atrevido seriamente a postular para sí personalmente la divinidad de carácter trascendente es cosa fácilmente comprensible para cualquiera que comprenda lo que son el hombre y Dios. Jesús, por lo mismo, hubo de afrontar este enorme y claro problema, que no pudo escapar a su clara inteligencia, tal como ésta se muestra en los Evangelios, elevada y penetrante. Es el problema de la identificación del hombre mortal con el Dios inmortal.
Esta dificultad hubo de crecer en Jesús de Nazaret por el país, la raza y la religión en que vivió. Era en Palestina, la tierra dada por el mismo Dios a la raza de Abraham en posesión según las promesas de los libros sagrados, llamada por ello la “tierra prometida”, donde él vivía. Era de la raza del “pueblo de Dios”, descendiente de Abraham, y estaba sellado Él también con la circuncisión religiosa, como todos los varones de Israel (Lc 2,21). Su religión en la que se educó y vivió hasta los treinta años, como hombre además de profunda religiosidad, era exclusivamente monoteísta, a partir de Abraham, y quizás aun antes. Especialmente a partir de Moisés, y su revelación del Nombre divino con la exclusiva adoración de ese Dios único, como primero y principal mandato de la Ley (Ex 3,14; 20,2-3; Deut 5,6-7), la religión judía se convierte en Israel en el culto rigurosamente monoteísta, que se concreta en el mandamiento supremo repetido diariamente el Shema:
“Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es único. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus energías y fuerzas. Y estas palabras que te mando hoy estarán en tu corazón, y las trasmitirás a tus hijos. Y las meditarás sentado en tu casa o andando por el camino, al dormir y al levantarte. Las ligarás como señal en tu mano y estarán ante tus ojos. Las escribirás en el umbral, en las puertas de tu casa” (Deut 6,4-9).
Tales gravísimas palabras, que el propio Jesús declarará que son “el principal mandato de la Ley” (Mt 22,37, Mc 12,30), son la perenne expresión de la absoluta unicidad de Dios que profesa el monoteísmo (judío, cristiano o islámico), y que parecen hacer imposible (si no se introducen enormes misterios nuevos) que un hombre, quienquiera que sea, pueda compartir la divinidad con el Creador.
Si Jesús afirma que es Dios tenemos así un enigma densamente oscuro. Y sin embargo, tal enigma se ha dado en la historia, y es el verdadero e irrenunciable fondo misterioso de la religión instaurada por Jesús de Nazaret, con la proclamación de la Trinidad de personas en un solo Dios, y la encarnación de Dios en un hombre juntamente por una de sus personas. ¿Afirmó así Jesús su propia divinidad, a pesar de tan graves dificultades? Tal es, en realidad, el problema central de la historia humana y de la religión.
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